Azúcar.

"Esto no es un simple error. Es una declaración. Una síntesis, una idea, el comienzo de una revolución, eso es. Es una muestra de cómo debe ser la sociedad, sin diferencias, sin clases, sin razas como dijo John Lennon. Todos juntos, en el mismo lugar, sin separaciones. Por un lugar donde podamos convivir, sin exclusividad, ni discriminación ni nada. Por un mundo mejor. Por eso vine aquí e hice esto. Por eso puse todas estas bolsas blanquitas hermosas alrededor de esta bolsa negra de mierda."

Frutillas.

Tío Carlos no se sentía bien. Estaba como ido, como en otro mundo. Yo tenía una relación especial con él, por eso lo noté y aproveché que tenía que ir al super para llevarlo y tratar de que se distraiga un poco. La reciente muerte de tía Marcela lo tenía mal y quizás lo que necesitaba era poner su mente en otra cosa.

Yo: Bueno, tío, no está tan mal. Ahora llegamos, comemos esas frutillas con crema y vemos Polémica en el bar o una de esas cosas que te gustan a vos.
Tío Carlos: Sí... lo que sea...
Yo: Tío, la extranás mucho, no?
Tío Carlos: Sí... la verdad que no puedo más, es terrible esto. No sé cuánto más voy a aguantar, son 3 años ya sin ella...
Yo: Pero la tía murió hace 6 meses.
Tío Carlos: ¿La tía? ¿Qué mierda me importa la tía? Yo hablo de la merluza.
Yo: ¿La merluza?
Tío Carlos: Sí, la milonga, la fafafa, la merca. La merca, pendejo, la merca.
Yo: ...
Tío Carlos: Pendejo! Pará, mirá!

Tío Carlos se separó bruscamente, tiró las frutillas por ahí y metió su cabeza en la góndola tirándose casi de palomita. Abrió las bolsas de un tirón y aunque sabía lo que era, esnifó todo el azúcar que pudo sin importarle, hasta que los de seguridad se lo llevaron.


Galletitas.

La abuela de Gregorio caminaba tranquilamente por el pasillo cuando su hija llamó. "Mamá, algo le pasó a Gregorio". Justamente había salido a buscar galletitas para Gregorio, ese malcriado que su hija adoraba pero ella no soportaba. "Gregorio... Gregorio se transformó... Se transformó en un insecto". Llorando atónita y desconsolada, su hija acababa de darle la extraña noticia que segundos después le despertó una idea. Una, dos, tres... veintitrés cajas. Sí, veintitrés cajas de espirales serían suficientes.

Naranjas.


Gutiérrez era de esas hormigas que ninguna otra hormiga se banca. Era pedante, soberbia y agrandada, por decir poco. Vivía contando historias –verdaderas o falsas- sobre sus grandes epopeyas, increíbles aventuras y asombrosas odiseas. Se ufanaba, por ejemplo, de ser la única hormiga argentina en haber ido al exterior, en una inolvidable caminata al Uruguay.
Un día, Gutiérrez comentó que se aprestaba a comenzar la más grande de sus hazañas. Un evento que sería recordado por los tiempos de los tiempos y que lo llevaría derecho a la inmortalidad. Exponía que con un solo acto heroico, conseguiría alimento para que toda la colonia pueda vivir un año sin problemas. Muchos pensaron que era otra de sus locuras, pero muchos otros pusieron un voto de confianza en él, sabiendo que quizás gracias a su enorme fuerza y energía pudiera lograrlo.
Así, Guitiérrez salió una mañana hacia la montaña de cemento de colores y se introdujo sin problemas. Miró a sus lados, investigando cuál sería el mejor botín. Vió latas colosales con alimentos, vió mountrosos paquetes de galletas, pero él sabía que no eran suficientes. Si quería ser inmortal, debía arriesgarse. Escrutó el horizonte y ahí descubrió una infinita bolsa de naranjas y supo que ese era el objetivo. Se acercó cuando la gigante que las llevaba se descuidó para acomodarse una pantufla y la tomó. Flexionó las rodillas, levantó sus patas y desplegó toda su fuerza para levantarla sobre su cabeza. Drogado por la adrenalina, se lanzó en velocidad hacia la salida. Imaginó las puertas abriéndose mágicamente ante él como si fuera uno de los gigantes. Estaba muy cerca cuando empezó a sentir que sus rodillas se debilitaban. Su exoesqueleto tembló y supo que su destino final no sería la inmortalidad sino la góndola de los desodorantes femeninos.

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